17 sept 2010

El hábito, el monje y algunos artistas del Este

Habla Hermana Mayor.
Parte de la Historia y Geografía de la que me examiné en Selectividad perdía su vigencia (si es que vale también en el caso de la Historia) ese mismo verano. Aunque todavía existía en parte el coloso que fue la Unión Soviética, es también cierto que por esas fechas andaba empezando, por decirlo en castúo, a caerse a cachos, como una casa abandonada en la adversidad que ha resistido ya todo lo que estaba en su limitada mano. Empezaban a desprenderse algunos de sus miembros víctimas de una lepra bien esperada, pero en aquellos años existía todavía un agonizante bloque del Este bajo la tutela de la Gran Hermana Rusia (y ésa sí que era hermana mayor). De ella, precisamente, desembarcó un día en la Hispalense un pintor cuyo nombre no alcanzo a recordar.

Con el atolondramiento propio de los años, ahí nos fuimos mi amiga y yo para conocerlo. Por supuesto, y por más que lo negásemos, teníamos, por aquellos tiempos, bien arraigado el convencimiento de que el hábito hacía, por dentro y por fuera, al bueno del monje. Yo misma me arrastraba por el mundo envuelta en una capa de lana rústica, el pelo lacio con raya en medio y un tirito bien dao en el centro de la frente. Los tiritos los compraba anualmente en “La India” del Corte Inglés, y eran de terciopelo rojo, autoadhesivos y me daban un airecito étnico que te morías, sobre todo en combinación con la sonaja de collares, la capa franciscana y los botorros gastados. (Y ahora va y dice la revista Marie-Telva que nos liemos a mezclar, oye, como si hubieran descubierto ellos la pólvora del estilo piji-hippy-sevillano de finales de los ochenta y principios de los noventa…) En fin. Era mi amiga menos dada a los disfraces, pero para la ocasión se colocó también algunos pingos que le dieran cierto aire de bohemia. Y con el descuidado atuendo bien seleccionado terminamos aquella noche en La Carbonería, que era el garito de modalternativa del momento, sentada una a cada lado del pintor ruso, que, de vez en cuando me ponía un dedo en la frente y me preguntaba: ¿indian? Y yo venga a decirle que niet al colega, pero daba igual, porque, además de que le hacía ilusión que yo fuera india, la comunicación verbal era imposible por ignorancia idiomática de una y otra parte. Y digo verbal porque, al contrario que su nombre, todavía recuerdo sus cuadros, que hablaban por sí solos, y que eran oscuros y envueltos en un aura de pesimismo al que éramos entonces bien aficionadas nosotras dos. Y también oscuro venía él, enfundado en una chaqueta de chándal de las de raya en la manga tipo Adidas que en aquella época era poco menos que un insulto. Bien recuerdo que se nos cayeron los palos del sombrajo cuando lo vimos de semejante guisa, nosotras, tan preocupadas por la bohemia de nuestras carrocerías. Y que sentí lástima.

Como en tantas otras cosas, la iluminación te llega con los años. Y es que entonces no fui capaz de entender todo el significado de aquella lástima que andaba rebotándome por dentro. Me imagino que pensé que aquel hombre carecía de los recursos para comprar un atuendo más vistoso, pero no se me ocurrió pensar nada acerca de la miseria de su entorno, que iba mucho más allá de lo material que a mí tanto me preocupaba. Con los años he empezado a vislumbrar lo que había detrás de aquella chupa de chándal, la otra cara de la realidad del horror de tan zafio atuendo, que no era sino una diapositiva a través de la cual no me paré a mirar lo terrible de la vida de los artistas del Telón de Acero, siempre en el filo de la navaja, en el punto de mira, en el peligroso trapecio del caer en la gracia o desgracia del sistema per fas et nefas (lo siento, no puedo resistirme a un latinajo). Y es que este año me han contado tres historias de esa realidad: la primera, mi admirado Kadaré, con su novela Spiritus, las otras dos han sido las películas La vida de los otros (desde que soy madre llevo el cine con bastante retraso) y El concierto. Son tres historias muy diferentes, como lo es la manera de contar cada una de ellas: trágica, cómica, desafortunada, esperanzadora, incluso tétrica… Pero tienen en común la persecución al artista y su entorno, la tela de araña del sistema que no deja escapar al más brillante, la lucha entre el compromiso y el sometimiento, el miedo y la valentía, y, por encima de todo, una pavorosa injusticia adulada por la ignorancia… Y ahora va Fidel y nos sale con eso de que el sistema ya no le funciona. Fíjate, como cuando el Vaticano nos canceló el Infierno. ¿A quién vamos ahora a pedir disculpas?

4 comentarios:

  1. Hermana mayor. Me dejas siempre sin palabras.
    Me imagino leyéndote en una columna de "El Pais", te lo digo en serio.

    Respecto a lo que cuentas, qué razón tienes en todo!
    Cuántas veces no hemos juzgado a alguien por su aspecto, sin pensar en lo que puede haber detrás!.

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  2. Habla Hermana Mayor. Muchas gracias, Raquel. ¡Mira que eres exagerada!, pero no puedes imaginarte lo feliz que me haces.
    Y volviendo al asunto de la imagen, atuendos y complementos varios... Parece que, por más que uno se intenta convencer, por más que la vida nos da palos, por más que se hace examen de conciencia al respecto, seguimos juzgando al monje por su hábito. Mira que es difícil aprender. Gracias y besos

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  3. Me encanta lo que cuentas y como lo cuentas. Ha sido un placer descubrite.
    Es cierto que solemos tender a juzgar al monje por el hábito, sin pararnos a pensar, pero eso creo que lo debemos llevar en los genes.

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  4. De nuevo de acuerdo. Muy bien por los latinajos :)

    Te recomiendo dos pelis alemanas que ilustran muy bien la realidad de esos años.

    Good bye, Lenin.
    http://www.multicines.com/peliculas.php?id=3330

    Sonnenallee
    http://www.decine21.com/peliculas/sonnenallee-17784

    La primera es fácil de conseguir, la segunda te la puedo dejar cuando recoja el resto de mis cosillas de Alemania.

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