24 oct 2010

Víspera de la Noche de Todos los Santos

Habla Hermana Mayor.
Creo que fue en ET. Como todos los niños de mi generación acudí un día a la ineludible cita que todos tuvimos con él en la gran pantalla. La película me impresionó como a cualquiera de nosotros, creo, y me mantuvo en vilo hasta el glorioso final en el que su protagonista cabezón y de dedos luminosos es rescatado por el mismo cosmos que lo trajo. No creo que llorase, porque yo en mi infancia no era ni mucho menos tan llorona como ahora, pero tampoco puedo decir que me dejase indiferente. Pasé unas semanas enarbolando el dedo diciendo aquello de “mi casa”, “teléfono” (sin que me cayera del cielo ningún donut, que eso vino mucho después) y ahí terminó mi relación con el tierno alienígena.
Lo que no he podido olvidar, ni creo que podré hacerlo nunca, fue el shock que supuso para mí el descubrimiento de la fiesta de Halloween. Eso sí que me llenó la cabeza durante meses, y estuvo a punto de hacerme embarcar de polizona rumbo a los EEUU el octubre siguiente. Me pregunté, y desde entonces no he dejado de preguntarme, cómo nosotros podíamos vivir aquí, en este sobrio mundo del otro lado del Atlántico, sin tener una fiesta como aquella. Y es que las retinas se me llenaron de fantasmas, de brujas, de chuches, de disfraces más o menos terroríficos, de cementerios, de gusanos y arañas… Pero, por encima de todo, deseé una de aquellas calabazas luminosas que abrían sus fauces desdentadas de fuego naranja. La deseé tanto que, durante unos años, probé a hacerlas con todo lo que la naturaleza ponía a mi alcance en las diferentes épocas del año: calabazas, melones, sandías, calabacines, berenjenas… El doctor Frankestein hubiera palidecido de envidia al ver mis experimentos.

Luego, al ir creciendo, llegamos a la edad en la que había que renegar de los modelos capitalistas, especialmente de los EEUU, y yo, cuando tocaba, lo hice siempre con cierta sensación de Judas, ocultando que hubiera vendido por treinta calabazas encendidas cualquier protesta anti OTAN y aledaños. Menos mal que, entonces, nunca se supo. Después, poco a poco, la fiesta de Halloween empezó a filtrarse en la vieja Europa (de donde dicen algunos que era originaria) y se nos fue haciendo más familiar toda esta procesión de fantasmagoría que tampoco tiene nada que envidiar a la Santa Compaña.

Estando en la universidad, un buen amigo mío, que es mitad español mitad gringuito, y un excelente cocinero, nos invitó un día a la primera cena de Halloween a la que he asistido. Como plato fuerte, preparó una sopa de calabaza del sur de los EEUU, sacada de la revista “Country Living” que recibía su madre, que era una deliciosa bomba de calorías que yo cada año repito por estas fechas. No contento con aquello, se había animado con unos aperitivos que nunca podremos olvidar los comensales invitados a aquella cena. Resulta que, de su tierra natal, había traído su madre unas simientes de una variedad sureña de pimientos (de origen africano) llamados okras. Pero las okras, que se habían reproducido en su casa durante lustros, habían ido las pobres perdiendo su esencia autóctona, maleándose y adecuándose a la tierra, y avanzando en su metamorfosis hacia una suerte de alcachofa higochumbera que en nada se parecía a la especie original. Aquello era, a fin de cuentas, una estropajosa bola de hilo que no había Dios que se la comiera, que te pinchaba hasta los dientes y que, para ser tragada, necesitaba de una buena cantidad de agua y no menos disciplina. Pero nosotros, que sí, que seríamos anti-todo, pero que estábamos una jartá de bien educaítos, nos callamos nuestras malheridas bocas, y seguimos disfrutando de aquellos pimientos que sabe Dios qué demonio de Halloween había puesto en nuestros platos, pensando en quién tendría el valor de decirle al cocinero: cómete tú las okras, guapo, que a mí me están atacando.
Y así las cosas, fue, paradojas de la vida, mi recatada hermana quien, haciendo acopio de toda la fortaleza de su interior para vencer el tabú de los modales y su propia timidez, dio el primer alarido y dijo: lo siento, pero yo no me como esto por mucho vino que me des antes. Casi se nos caen los cubiertos a todos, por la salida, pero se oyó un profundo suspiro de alivio general, al tiempo que alguien, coincidiendo con las 12 campanadas del reloj, lanzaba, escalofriante, la voz de alarma: ojooooooooooos, gusanoooooooos. Y es que las semillas del malhayado pimiento parecían ojos gelatinosos que desafiaban, manteniendo la mirada, al héroe clásico capaz de hincarles el diente. Y, además, del pino piñonero que crecía al lado del huerto se había colado en algunas de las okras una peluda ristra de “bichopino” (esas orugas punzantes que trepan por los pinos en fila india), y allí estaban, mitad vivas mitad muertas, ajenas al horror de la noche, deslizándose entre los ojos resbaladizos de aquellos exóticos pimientos.
Y ahora que, para regocijo de la niña que fui, la Víspera de todos los Santos se celebra aquí con el mismo desparpajo que en los USA, tiene uno por fin la oportunidad de asistir a alguna de esas cenas -entre pueblerinas y jubilosas- que incluyen en el menú delicatesen tipo: surtidito de lápidas en escabeche. Pero yo no puedo evitar acordarme de aquella noche, y me dan siempre ganas de decirle al camarero o a mis anfitriones, según se tercie: si supieras tú, pobre aprendiz, lo que yo llegué a comer una noche como ésta…


5 comentarios:

  1. Malditas Ocras.
    Jamás podré olvidarlas.
    A las famosísimas amenazas que Les Luthier nos enseñaba en Consejos para padres:
    "A los chicos hay que decirles siempre la verdad
    A los chicos no hay que asustarlos con cocos,
    brujas, ogros, temibles personajes imaginarios,
    llegado el caso háblele de cosas mas reales, el lobo,una araña, una buena víbora"
    Yo sin dudarlo añadiría la más temible de todas, una suculenta Ocra. Aun la recuerdo con todo lujo de detalles, se trataba de una especie de híbrido entre pimiento y chile de color verde. Su textura como bien ha explicado mi hermana era como un estropajo de esparto empapado un una mucosidad verde fluorescente, de aspecto nada apetecible. Aun así, haciendo gala de buena educación, y porque en esta vida hay que probar de todo lo intenté. No quiero acordarme... no quiero pero me acuerdo, aquellas fibras se iban enredando en mi campanilla a modo de crisálida, pero lamentablemente si seguía intentando comer aquello, no era precisamente una preciosa mariposilla lo que saldría de mi boca.
    Ahora puedo decirlo (que tranquilita me voy a quedar) ¡¡Panda de cobardes!!. Realmente por aquel entonces era la última persona que nadie hubiera pensado que sacaría el arrojo suficiente, como para decir decididamente y sin vuelta atrás. Lo siento mucho pero yo no me puedo comer esto.

    A día de hoy no he logrado superarlo, todos los otoños, me despierto con un sudor frío mientras una gigantesca Ocra me persigue en una polvorienta biblioteca.

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  2. Tampoco hay que exagerar. Las bibliotecas, quitando la de Cazafantasmas, no están normalmente pobladas por estos engendros... A veces por otros mucho peores. Verdaderamente, nadie podía imaginarse aquel día quien fueras tú la que hiciera frente a aquella ofensa vegetal, con tu hilito de voz. Diré aquí algo que nunca he dicho: gracias, Cid campeador de los Pimientos. Reconquistamos la cordura ;)

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  3. Habla Hermana Mayor. Como la vida misma. Qué pena que te lo perdieras

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