13 ene 2013

De guitarras y acordeones

Habla Hermana Mayor.
Me gusta el acordeón.
Cuando era niña hice un año de acordeón en el Conservatorio. Recuerdo que la elección de tan poco familiar instrumento llenó a mis padres, cuando menos, de perplejidad. También hubo más personas, niños y adultos, que durante algunos días se entretuvieron bromeando a mi costa, diciendo que iba a tocar los famosos “pajaritos”. Después, una mudanza me vino a privar de seguir por tan sonoro camino, y ahora no soy capaz de recordar qué efecto producía ni una sola de las muchas teclas y botones que comprende un acordeón.
El acordeón es un instrumento ajeno a la orquesta, que exhala quejidos nostálgicos cuando no alborota incitando al baile, que produce notas bohemias y callejeras. Es una de las ovejas negras de la música, algo así como el hijo que no quiso estudiar y que acude a las reuniones familiares desgreñado y con agujeros en los zapatos mientras que sus hermanos se anudan al cuello corbatas y títulos. Es independiente y de su fuelle se escapa la libertad como un sudor sonoro. No tiene honores, pero en sus notas se condensa el amor por la vida, en todo lo que ésta tiene de hermosa y de trágica. Es el instrumento que viaja en tercera, y en el que se encierran las añoranzas del destierro. Su corazón de viento se llena de montañas ajenas, de ropa limpia de domingo, de risas, de promesas, de camisas rayadas y pañuelos al cuello, de incertidumbre, de juventud y de ocaso.

Por todo eso me gusta.
Por todo eso, y por respeto a la maestría del intérprete, me paro un rato siempre que encuentro un acordeonista callejero meciendo suavemente su acordeón en el parapeto de una esquina. No puedo evitarlo. Estoy un rato hechizada sin apartar los ojos del artista y su instrumento, mientras la melodía, sea cual sea, me arrolla como un tren improvisado. No puedo nunca negarle una moneda. Y le daría un puesto de solista en la mejor orquesta del mundo si estuviera en mis manos el hacerlo.
El caso es que ya me voy quedando sin grandes e hipotéticas orquestas, pues estos acordeones con sus acordeonistas han ido proliferando cada vez más en la última década. He colocado, virtualmente, a tantos músicos que ya podría vivir de la representación de mis artistas. Y ellos vivirían con la dignidad que se merece cualquier ser humano, en especial aquél que es capaz de generar música y emociones. Aquél que se embarcó en las naves de la emigración para, acompañado de su música, encontrar en tierra extraña un día a día menos árido. Aquél que mira hacia el futuro, pero que sufre la condena de verse atado a su pasado en la cadencia melodiosa de su música. Aquél que intenta un nuevo arraigo abrazando cada día el sonido de la nostalgia de su propia historia y la de su pueblo.

Y no sé si ahora se mira con otros ojos a estos desterrados de la pobreza, porque en nuestro país se ha levantado la niebla de la tristeza y miseria, y tantos desheredados de la vieja fortuna de nuestra Madre Patria se escapan cada día buscando un futuro. Los vientos han cambiado, y ahora soplan hacia fuera con una cólera inesperada. Los hijos criados en la prosperidad encuentran vacías sus mesas, y salen llevándose con ellos los lastres del recuerdo y la nostalgia. Se diluyen entre los recovecos de la vieja Europa. O vuelven a las Indias como gallegos soñadores. O más allá, tras Eldorado del petróleo y su fortuna.

Y en las esquinas extrañas de sus nuevas moradas, mientras las manos de sus dueños rasguean su añoranza, las guitarras brillantes suplantan el llanto del acordeón. Esperemos que nadie les niegue una moneda.

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